¿Cuándo fue que dejé de mirar la ceremonia de premiación más importante del cine?
No se si registro un momento preciso. Lo cierto es que en algún momento de finales de los años noventa dejó de interesarme.
No quiero pecar de esnobismo al respecto. Todo lo contrario. Me gusta el cine y me gusta el cine norteamericano por encima de cualquier otro.
En mi canon una película debe tener buenos y malos y actores reconocibles. La trama debe ser sencilla, nada de cine croata en el exilio o números musicales en medio de un drama de Bollywood. Entretenimiento, todo lo que en el cine norteamericano es central.
No me hagas pensar mucho, no me hagas dudar, para eso tengo el resto de la vida.
Si me meto en un cine (hace mucho que no lo hago, es cierto también) es para pasar un buen rato. Pongo un ejemplo, mi director preferido de todos es, claro, Steven Spielberg. Pero solo una de sus películas no vi. Justamente yo que me pasé semanas esperando que un lunes por la noche, de madrugada, se entregara el premio al Mejor Director y se llevara el bueno de Steven su estatuilla, cuando al fin la obtuvo por La lista de Schindler, decidí no ver su película. Demasiada angustia en un solo film, real, es cierto, pero decidí pasar. El mismo Spielberg contó varias veces que al terminar la jornada de filmación llamaba por teléfono a Robin Williams para que le contara algún que otro chiste para bajarle su angustia (si bien, salvo en Mork and Mindy, nunca fui fan del humor de Williams, algo debería tener en esas sesiones, incluso cuando debió enfrentar a su amigo Christofer Reeve parapléjico de por vida y hacerlo también reír).
Toda esta larga introducción me lleva a la última gala de entrega de los Oscar, el domingo 9 de marzo. Por fin, luego de muchos años, vi la ceremonia casi completa. Punto a favor: ya no hace falta quedarse hasta tarde para esperar los premiados. A las 23:30 ya estaba todo liquidado. Punto en contra, eso es lo único a favor.
Las ceremonias se han convertido en un producto desangelado, en la cual nada puede quedar librado al azar (bueno, hace un año algún accidentado cachetazo parece que fue fuera de guion). Basta ver que en el In memoriam no hubo un solo instante emotivo ni, creo, ninguna ovación.
Ya no hay humor. El anfitrión no puede hacer ningún chiste que pueda afectar a alguna minoría o grupo disidente. El altar de lo políticamente correcto encuentra en esta, probablemente la ceremonia de premiación más importante de todas, su mayor centralidad. Solo los villanos serán muy villanos y permeables al chiste fácil (total, criticar en Hollywood a Donald Trump, probablemente el político americano luego de Ronald Reagan que participó de más películas, es fácil y no, esto no es simpatía por Trump, todo lo contrario, y como politólogo, pido además disculpas por mencionar a Reagan en la misma oración que el empresario hotelero).
En la semana leí un tuit de un crítico de cine que decía algo así como: “no se puede hacer humor con cobardía”. Definitivamente es así. ¿Acaso podría hoy en la ceremonia Billy Crystal disfrazado de Hanibal Lecter? Definitivamente, no. “No se puede hacer humor con un asesino serial”, dirían las almas bellas.
Hace algunos años tuve la oportunidad de almorzar con uno de los sobrevivientes de la tragedia de los andes. Por esas cosas de la agenda editorial, no teníamos tiempo de hacerlo en el bodegón de Congreso en el que había reservado y terminamos comiendo en un bar de mala muerte frente a Planeta. Claro, el bife era más que malo: duro, finito y sin gusto, pasado de punto suela. El uruguayo, quien al principio me había parecido un tremendo tilingo (un pijo si me leen en España) cuando lo busqué en el hotel, a la media hora me había comprado totalmente, un fenómeno, comentó: “qué buen churrasco”, por decoro me guardé la respuesta que podría haber dado y me habían dejado picando, pero creo que todos en la mesa, empezando por él, nos habríamos divertido con la misma. Billy Crystal no hubiese dudado un segundo en el monólogo inicial de hacer dicho chascarrillo. Claro, no era Billy Crystal el maestro de ceremonias de esta donde una de las candidatas (fallida por cierto, dado que no ganó nada), fue La sociedad de la nieve.
Varias cosas me molestan de estos nuevos tiempos. Por ejemplo, la falta de homenaje al pasado. Sobre todo, al pasado glorioso de Hollywood. En 1972 Charles Chaplin recibió el premio honorífico de la Academia, se lo entregó Jack Lemon y el público estuvo aplaudiendo al cómico durante 12 minutos de reloj. Este domingo dicho premio fue para Mel Brooks. El mismo, en lugar de ser el evento central de la Ceremonia, se realizó en una cena privada que ni siquiera fue televisada. “Prometo no vender este”, dijo Brooks, irónico, refiriéndose a la estatuilla. Hubiese sido el mejor chiste de la noche el domingo, pero los bienpensantes miembros de la Academia prefirieron ahorrarnos el gag.
No es solo por estas razones que dejé de mirar la ceremonia. Hay una más, personal: me gusta hinchar por las películas en los premios. En los años ochenta era fácil (o dificil, según se mire). Pensemos en las candidatas de ese año que en Mejor Película Extranjera ganó La historia oficial. Por ejemplo, en el rubro guion original compitió con Volver al futuro, Brazil, La rosa púrpura del Cairo y Testigo en peligro (que resultó la ganadora en dicho rubro). Increíble quinteto, nunca repetido… o si (en otros tiempos). Claro que me puse contento por el triunfo como película (joven adolescente alfonsinistas por el triunfo como mejor película extranjera) pero claramente, para el guion original, mis simpatías estaban entre Volver al futuro y Testigo en peligro, aunque las otras dos también tiraban. Nada tenía Aída Bortnick que hacer en esa competencia simbólica.
Ese mismo año compitieron como directores Sydney Pollack (quien ganó), Héctor Babenco, John Huston, Akira Kurosawa y Peter Weir. Spielberg, que dirigió ese año El color púrpura, no figuró como candidato. Increíble (eran solo cinco las nominadas en esos tiempos, ahora son diez y, dentro de poco, no me sorprendería que sean quince, porque lo importante es competir, no ganar, parece).
En 1993, el año que ganó Spielberg, La lista de Schindler competía con Lo que queda del día, El fugitivo (posiblemente con la mejor actuación de Harrison Ford, que nunca ganó ni ganará un Oscar, marcando un poco el valor actual de ese premio), El piano y En el nombre del padre.
Puedo seguir así hasta fines de los años noventa. No hace falta y simplemente con un wikipediaso podemos corroborar lo que sostengo.
Las candidatas de este año fueron: Oppenheimer (la ganadora y una de las dos que vi), Barbie, Maestro, Pobres criaturas, American fiction, Anatomía de una caída, Los que se quedan, Past lives, Zona de interés. Creo que todas están disponibles en alguna plataforma. Pero la verdad ninguna me convocó para hinchar. Es decir, la ganadora me pareció un producto digno. Punto, nada más. Menos al final que se pone medio políticamente correcta (en fin, que desde el vamos es una película en busca de premios).
Tal vez, como en casi todo, sea este un texto de un maduro gruñón (falta para viejo todavía) que sigue atrapado en un tiempo donde el cine no pedía permiso.
Gracias por comentar!!! Un lujo!!!
Totalmente de acuerdo. Y va a ser cada vez peor, ya que no hay nuevas estrellas de cine. Ningún nombre interesa. Ni de películas, ni de actores. El cine es ahora un commodity. Las películas se venden por docena.