Bariloche: ¡Saquen a Roca de ahí!
Un día volvimos. Si, nos tomamos unas vacaciones del newsletter. Lo necesitábamos. No soy lo que se llama un workaholic pero me cuesta delegar y no iba a dejar este proyecto en piloto automático. A la vez, quiero, mientras pueda, ser lo más original posible y, si bien refrité un par de textos, vamos a tratar de subir siempre material inédito. Así que, por primera vez en años, en la valija me lleve uno solo de mis múltiples trabajos, el de periodista, que nunca deja de funcionar. Como hijo de diariero se muy bien que las noticias no se toman vacaciones.
Arranquemos, pero primero, sugerí a tus amigos y conocidos que se suscriban…
Junto a Madrid y Montevideo (esta última por motivos laborales), Bariloche es la ciudad que más visité en mi vida.
Mi primera visita fue durante el glorioso año de 1986. Para los que ya pasamos la mitad de siglo, ese año fue, como se sabe, una buena cosecha. Para mi división del colegio lo fue por partida doble dado que además de viajar a la ciudad patagónica pagando en cuotas desagiadas, el bueno de Soldán fue testigo de como un grupo de 62 almas se ganaban el merecidísimo viaje que ofrecía Centur.
Así es como, apenas comenzado el año, 62 bellas almas, junto a dos madres, nos repartimos en dos micros (en uno no entrábamos) y, desde Falcón (hoy Vidal) y San Martín partimos a la ciudad deseada.
La primera imagen que tengo de la ciudad es la espera, aun en el micro, al costado del Centro Cívico, a la espera de que el hotel se desaloje del contingente anterior. No éramos muchos en esa fecha y es una pena, porque es una de las mejores dado que no hay casi turistas. Sorpresa, la avenida en la que esperábamos se llamaba (se llama) Juan Manuel de Rosas, quien para todos nosotros era (es aun para mí) el gran villano de la historia. Pero ahí estaba, homenajeado en una calle y, cuando pudimos pasear un poco más, también en un busto.
La segunda visión fue un árbol. Grande, frondoso, fuerte. Frente a un hermoso edificio que ocupa (creo que aun hoy) una biblioteca popular.
Alojados en el hotel esa primera tarde paseamos divididos en grupos. Lo primero fue ir ahora sí a conocer el Centro Cívico. Y ahí estaba, magnífico, sereno y fuerte, sobre un caballo en posición de descanso, Don Julio Argentino Roca.
Me gusta la historia. En otra vida, claramente esa sería mi opción a la hora de elegir carrera. Sin embargo, la historia del siglo XIX no es de las que más me divierte. Me gusta el siglo XX. Pero, si nos ponemos objetivos, si hay un lugar donde Rosas y Roca podrían convivir, es en la Patagonia.
No tiene sentido en este punto el debate de quien produjo más víctimas entre los pueblos originarios. Si vamos a los números, el Restaurador de las Leyes se alza con la estadística, de todas maneras. El asunto es que, en ese tiempo, combinar estrategias de cooptación y ocupación del territorio se complementaba con aliarse a determinadas tribus para desplazar a otras, necesariamente algún enfrentamiento se iba a dar. Tampoco es que los malones fuesen paseos a caballo por la plaza del pueblo. Las líneas de fortines estaban para algo y, si bien Alsina con su zanja quiso ser original, creo que hasta él sabía que sería cero efectiva.
Rosas y Roca, en un punto, buscaban consolidar el territorio. ¿Por qué el neo revisionismo se la agarra con Roca entonces, si allí donde Don Juan Manuel no completó su trabajo el tucumano logró su objetivo?
Rosas fue invisible para la historia oficial durante muchos años. Incluso durante los años del peronismo. Don Juan Domingo no lo tenía en su panteón de héroes. Cuando tuvo que definir su Monte Rushmore fue claro: los ferrocarriles fueron rebautizados como Sarmiento, San Martín, Mitre, Belgrano, Urquiza y Roca, todos generales, como él quien conocía bien la Patagonia habiendo sido instructor en la Escuela de Montaña que hoy lleva su nombre. ¿Y Rosas? Bien, gracias. No llegó a la foto.
Y ese es el punto, el problema de Roca es que si salió en la foto. Hombre, que no es una foto-foto. Es un cuadro.
En la primaria, creo que en sexto grado, nos llevaron de visita al Museo Histórico Nacional. Una pintura llamaba la atención, por lo grande, por lo descriptivo. Allí, apenas entraba (tal vez hoy no esté en el mismo lugar) se encontraba la “Ocupación militar del Río Negro en la expedición al mando del Gral. Roca” de Juan Manuel Blanes, la foto de la que hablo y que ilustró todos los manuales de historia que se publicaron en el siglo XX y, estoy seguro, en el siglo XXI.
No solo eso, cuando Alfonsín, al refundar la democracia argentina quiso también darnos una moneda estable, y su propio Monte Rushmore, el Austral reivindicaba, en orden, a los presidentes constitucionales. Así, en el de un Austral aparecía Rivadavia, en el de 5 Urquiza y en el de 10 Derqui. Claro que, ya en el 88, lanzar el de 1000 con Roca era una realidad no muy grata que el plan Austral no iba a cumplir su objetivo. Me acuerdo que, como radicales, a muchos no nos gustó. Y eso que ese año empezaba a amigarme con Don Julio Argentino.
Cursar ese año Historia Argentina en la cátedra de Leandro Gutiérrez modificó mi cosmovisión ideológica. Así que de a poco, fui reconciliándome con el tucumano. Con los años también lo haría con su hijo, Julito, el de la “joya de la corona” (algún día vamos a tener que dejar de hablar de pactos para referirnos al Roca-Runciman o al de Olivos y darles el nombre que se merecen: Tratado a uno, Acuerdo al otro, así, con mayúsculas).
En fin, la invisibilidad de la historia oficial le jugó a favor a Rosas y lo mandó al frente a Roca.
Volvamos a Bariloche. En ese viaje conocí uno de los mayores adefesios edilicios que se pudiesen construir: el Bariloche Center, ahí al lado del entonces hermoso Centro Cívico, un edificio más propio de Buenos Aires que de los andes sureños. Para colmo, lo visitábamos todos los días. Allí nos daban de comer. Bueno, es un decir. Recuerden que ese primer viaje era gratis y, si bien era un paquete digno, la comida no era justamente la de la abuela o la de casa. Era fea, fea con ganas. Dicen que la mejor vista que se puede tener de la ciudad es desde la terraza del edificio, justamente porque no se el Bariloche Center. En fin, puede ser, las vistas aéreas tienen esas cosas. En Nueva York, por ejemplo, la mejor vista es desde el Empire State por el solo motivo que desde allí puede verse el Chrysler, el más lindo del mundo mundial.
Con los años seguí viajando seguido a Bariloche. Es la única ciudad a donde he llegado por todos los medios posibles: en micro, en tren, en avión y ¡en barco! desde Chile. Con los años vi como, administración tras administración, la ciudad fue mutando. En los noventa a alguien se le ocurrió hacer un puerto en pleno centro, con el objetivo de que los barcos turísticos que recorren el Nahuel Huapí salieran desde allí. Incluso, como los shoppings se ponían de moda, construyeron en el muelle adjunto algo que se les parece, pero cuyos locales siempre estuvieron vacíos. Del muelle nunca salió un barco, ni una lancha, ni un bote. Pero allí estaba hasta al menos 2016, la última vez que anduve por la ciudad.
Me corrijo, en alguno de mis viajes desde allí podía hacerse una excursión, luego discontinuada, a ese otro monumento a la inviabilidad que era la isla Huemul, esa que un ¿científico? alemán le buzoneo a Perón para “lograr la Bomba Atómica”. Creo que tiene su estricta lógica que desde un puerto inviable se hubiese podido visitar el proyecto Manhattan argento, también inviable.
A fines de los ochenta un barilochense me dijo: “acá el peronismo no va a ganar nunca, el último que tuvieron quiso vender el lago”. No, no se refería a la época de Menem. Sin embargo, se equivocó. Hace rato que el peronismo gana allí. Hace rato que en Bariloche pasan cosas que no deberían pasar. Desde los levantamientos populares que devinieron en la revocatoria de mandato del intendente Goye hasta el intento, en plena pandemia, de secuestrar a una mujer que solo había sacado a los perros a pasear (ese día, la reacción en redes, en parte impulsada por Osvaldo Bazán, salvó a otra mujer de vaya a saber que destino).
No es casual que ahora quieran invisibilizar a Roca, como durante años se hizo con Rosas (insisto, a Rosas no lo quiero ni un poquito, pero con él se cometió el mismo error que con el peronismo, cuando le regalaron la proscripción a Perón, citando a un prócer radical que supo acompañar a Alfonsín desde que empezó a andar su sueño presidencial).
Roca ya no merece estar en el Centro Cívico para ser atacado en cada ocasión que se le presente a cualquier colectivo de dudosa legitimidad. No es querido allí. Como la maravillosa estatua de Colón que hoy resiste la erosión en la costanera, será removida. No importa cuantas firmas juntemos. No importa que el maestro Pallarols se halla ofrecido para restaurarla. No importa que una cautelar suspenda el traslado. Será removida como tantos otros símbolos de una Argentina que quiso ser.
Camino a Bariloche, mi amigo Bardelli intentó mostrarnos el Halley mientras cambiábamos la cubierta al micro de Centur, al costado de la ruta (en el siguiente viaje, en junio, nevadísimo, los choferes nos hicieron bajar del Río de La Plata para empujarlo, sin ningún criterio de seguridad posible). Ese año, en un televisor de 14 pulgadas vi el discurso de Alfonsín en el que nos pedía marchar al sur, al frío, para reinaugurar la república. En ese mismo televisor, vi por primera vez 2001 Odisea del Espacio, la “proverbialmente buena película de ciencia ficción” como la bautizó su propio director. En ese mismo hotel jugué con Aníbal y Sergio los mejores partidos de metegol. En una pizzería de un primer piso vi el partido que Argentina le ganó a Uruguay camino al título de 1986. En otro hotel de Bariloche, el primero que fui con televisor en la habitación, vi por primera vez a los Simpsons. En el boliche del Bariloche Center me convertí en héroe para mis compañeros cuando nos quisieron cobrar consumiciones que ni ahí habían hecho (como se que alguno de mis amigos me lee… mirá que hay que perder la tarjeta que te dicen que no pierdas, o meterla en el otro bolsillo y descubrir que la tenías al día siguiente). En ese mismo boliche, ya un antro de mala muerte, whisky mediante jugábamos al pool con Enrique y Alejandro, cuando fuimos a vender libros de Prentice y a marcarle la cancha a los “primos” de Addison Wesley antes de la fusión. También, en un lago de Bariloche casi me decapita el cable tensado de un esquiador acuático, pero zafé. En Bariloche pasé un fin de año solo. Y a Bariloche fui con Paula cuando nos enamoramos y empecé mi vida adulta. Allí volví con mis hijos, para al fin sacarme la foto con los perros San Bernardo y a la vez descubrir que Hola Nicolás no existía más, que Bariloche ya no era esa ciudad deseada a la que todos nos queríamos mudar cuando terminaba el viaje de egresaros.
Algún día volverá a ser la ciudad que fue. Algún día se merecerá que Roca ocupe el lugar central en su central plaza. Hoy no.
Hasta la próxima.