¡Basta! La pelea contra los ascetas y los aesthetics
Tenemos un presidente al que no le gusta comer. No sólo eso. Detesta las papas fritas. Qué bueno puede salir de algo así. Nada. Absolutamente nada. Es un asceta. Un monje de clausura.
A las pruebas me remito.
Los cafés de especialidad han ido conquistando los rincones de la ciudad. Eso de por sí no sería nada malo, al contrario, saben ocupar muy bien espacios pequeños e invadir mononamente las veredas. Pero la esencia de esos cafés, la tibieza de su temperatura ha contagiado a nuestros tradicionales bares matutinos y a la tan imprescindible tradición matutina del trío marital medialuna + vaso de soda + café en pocillo. Ahora hay que aclarar, hermanos porteños, la frase “caliente por favor”.
Ya habíamos tenido que aceptar que los mozos de las generaciones pos X entendieran por café ese extraño brebaje servido en un taza americana o, peor, en pocillo pero cortado.
Pero la tragedia no se termina aquí. ¿Qué está pasando con las medialunas? ¿Dónde quedó la manteca que generosamente se usaba para generar ese elixir que era la medialuna porteña? No, como ahora la moda palermitana es la croissant o la rosca de canela, los bares han desistido de sus proveedores panaderiles y, o elaboran ellos mismos en hornos eléctricos la medialuna congelada, o la compran en panaderías industriales que asisten a todo el barrio. Hablemos del dulce de leche de las facturas. No es más dulce de leche. Es una “pasta derivada de la leche”. Señores, no se puede permitir. Que discutamos con los hermanos uruguayos el origen, vaya y pase. ¿Pero esto? No. “Así no”, diría Chiquita.
Es entonces que el problema se espiraliza. Esos proveedores industriales que entregan mercaderías en pequeños despachos al paso. ¿Dónde quedaron las panaderías de Buenos Aires? Esa en la que el gallego arrancaba a las cuatro de la mañana prendiendo el horno para elaborar, en base a recetas anarquistas de principio de siglo, un pan y un tipo de factura única que nos diferenciaba del resto.
(A las pruebas me remito, busqué una foto de un café con vasito de soda y no, por supuesto, nos atacan hasta en las fotos).
Como señala mi tocayo Esteban Schmidt (refiriéndose a la pizza porteña, a la que también le dedicaremos un par de párrafos) en lugar de exportar esta background cultural, estamos importante productos de dudosa calidad gustativa pero que son aesthetic, como se le dice ahora (lo aesthetic sería el viejo “lo in” que nos enseñaba la revista Gente durante los años ochenta). El macarrón, por ejemplo, un alfajor sin gracia ni tamaño, pero que tiene lindos colores para instagramear.
¿Qué está pasando con las pizzerías? Y no, no me preocupa esa tendencia a traer el modelo de pizza neoyorquina. Ya fracasó en nuestro país Pizza Hut, también va a fracasar Sbarro, no me cabe duda. Van a correr.
Mi pregunta apunta a otra cosa. ¿Cómo es que aceptamos mansamente que Kentucky haya contaminado esa tradición que viene de nuestros antepasados sicilianos y napolitanos, que nos dejaron como herencia no sólo la tradición de la casa propia conseguida con esfuerzo, sino también esa fusión que generó la pizza porteña: una masa mediana, una lámina de buen tomate y una gran muzzarella aceitosa por encima, coronada por exactas nueve aceitunas verdes (una por porción y otra al medio, por la que pelear en familia para agendarse un triunfo al conseguirla)? ¿Dónde quedó algún maestro pizzero tradicional? ¿Dónde están los que desde el mostrador sabían cortar a ojo las geométricas y simétricas porciones? ¿Por qué, además, ahora la sirven tibia? ¿Acaso algún nutricionista indicó que la temperatura exacta es menos de 80 grados? ¿Por qué hoy la mayoría de las pizzerías sirven algo que se parece más a una tarta que a una pizza?
Es claro que no le podemos echar la culpa, todavía, al marciano que gobierna. ¿Pero qué nos depara el futuro? ¿Hay relación entre cultura culinaria y política? (Perdón, seguramente alguno de los que lee me va a decir que con 40 % de pobres no podemos hablar de esto, pero no, no va por ahí la cosa, para culposos estaban mis tíos, que si, cuando chico, no quería comer algo me decían “en Biafra los chicos no tienen comida”).
Afirmo categóricamente que la comida es parte del bagaje cultural. Y soy un cruzado al respecto. Hay países a los que no volvería a pisar por el simple hecho de que no me gustó su comida: Países Bajos, por ejemplo. A los británicos los perdono, tienen una de las ciudades más lindas y eso equilibra todo (Londres, Madrid y Buenos Aires, podría vivir tranquilamente en un mundo que sólo contenga esas tres ciudades).
Queridos amigos, todo pasado culinario fue mejor.
Cuando éramos pequeños lo mejor de los cumpleaños eran los sándwiches de miga. Los simples de jamón o de queso. Untados con una fina capa de manteca clarificada. La generación posterior padeció la inclusión de los chizitos, el snack más barato. La degeneración comenzó ahí.
(El epígrafe de esta foto choreada decía “¿Cuántos sándwiches de miga se calculan por persona”?, ¿Aué clase de pregunta es esa? Muchos se calculan, ¡muchos!)
Hasta entonces, los triples se reservaban para cuando llegaban los mayores: jamón y queso, queso y huevo, jamón y tomate (manjar que a veces nuestros mayores nos dejaban consumir), roquefort y apio (sólo para paladares intensos).
Eduardo de la Puente dice que él, trabajando en una panadería, inventó el de jamón y ananá. Nadie lo desmintió, le creemos. Se me ocurre que fue al inicio de los años menemistas. La tragedia se completó con el reemplazo de la manteca por la mayonesa (¿qué tienen con la manteca? Necesitamos una Julia Child que los cague a sartenazos y les enseñe). Hacia finales del gobierno de De La Rúa, la vedette fue el sándwich de miga de ¡salame! Sí, asistí a reuniones familiares donde se festejaba semejante engendro. Y no, no era por la crisis, que antes habíamos comido sendos corderos. El salame, con pan criollo y manteca (siempre manteca), como enseña Mirtha que no debe faltar en el camarín.
Pero lo peor vendría con el kirchenrismo: el sándwich de zanahoria. Sí, zanahoria rallada y metida en medio de dos panes de miga. Muchos ya me leyeron despotricar en Twitter al respecto. No quiero agregar más.
El macrismo pasó desabrido, como su gobierno, con los sándwiches. No hay referencia. Pero el mileísmo ya tiene el suyo. ¡Palta! O avocado… seamos aesthetic. La religiosidad vegana es más peligrosa que la inquisición. Sé lo que les digo.
Entienden: sándwich de miga de palta. Eso nos dejará el mileísmo (y digo “nos dejará” porque esto también pasará).
¿Y qué hace el presidente al respecto? Nada. Si a él no le gusta la comida. Es un asceta (tal vez por eso no se lo ve muy preocupado por el 40 % de pobreza).
Hace unos años, en una presentación de un libro, la autora llevó sándwiches de miga (contra la creencia generalizada, no es común que en esos eventos haya comida: llevo editados más de 500 títulos y creo que no llegan a diez los actos donde se hizo algún tipo de brindis). ¿Por qué recuerdo particularmente esa presentación? ¡Porque fueron simples de jamón y queso! Lo mejor de nuestra tradición sandwichera. Los sánwiches del alfonsinismo. Sencillos y enmantecados (como corresponde).
Volvamos al origen.
Pero con cuidado: se pusieron de moda los bodegones. Pero de bodegones nada. Son sitios donde te sirven milanesas gigantescas con un montón de cosas arriba, como si eso fuera una napolitana clásica de las que nos servían las abuelas o las madres. No, eso no es rico. Una milanesa gigante, nerviosa (porque nadie se ocupó de sacarle las nervaturas a la cuadrada o a la nalga), con tomates, papas fritas, huevos fritos, kétchup, queso cheddar y palta arriba no es rico. Tampoco es algo que se sirviese en un bodegón. Y no, tampoco El Preferido es un bodegón. Dejémonos de joder. Lo instagrameable no es bueno para el paladar.
(Podría subir acá una foto de esas ¿milanesas?, pero prefiero ahorrarme el disgusto y no tener pesadillas esta noche).
Hace un par de años un tuitero contaba que, dada una mala noticia a su madre por una enfermedad con mal pronóstico, esta le respondió: “bueno, al menos no me voy a tener que cuidar con la comida”. Esa debe ser la filosofía amigos. Honremos a esa señora. Salgamos a reclamar por nuestra cultura culinaria perdida. Y riamos de aquellos a quienes no les gusta comer. Que a los malos nada les molesta más que que nos riamos de ellos.