La primera vez que me presenté a una elección tenía 15 años.
Con la recuperación democrática, un decreto del entonces Ministro de Educación y Justicia, Alconada Aramburú, llamaba a organizar institucionalmente centros de estudiantes en cada colegio dependiente de la Nación.
Según este decreto, en cada curso se elegiría un delegado titular y dos suplentes. Luego, todos los delegados titulares se reunirían en una asamblea de delegados para consagrar una comisión directiva por colegio y crear un estatuto.
Siendo, en un curso de 60 alumnos, el más interesado en cuestiones políticas creí que la elección la tenía ganada de arranque. O que por lo menos corría con ventaja.
Aclaremos, mi colegio funciona en el partido de General San Martín, en la provincia de Buenos Aires, pero dependía de Nación. Sin embargo, las agrupaciones no se presentaban, por entonces, como tales, como si sucedía en la Capital. Del portón para dentro, éramos todos independientes. Pero por las rejas del portón se filtraban bajadas de la Fede o de Acción Católica, las dos organizaciones que intentaban organizar algo. Sorpresivamente no había Franja. Tampoco en la zona, hasta lo que yo recuerde.
En 1999 se estrenó una película protagonizada por Reese Whiterspoon y Matehw Broderick: La trampa. Es la mejor representación de una elección colegial en el cine. Pero lejos estábamos en los tempranos años ochenta de una elección de esas características.
Yo era mi propio jefe de campaña. Al menos dentro de mi curso. Me propuse escribir una plataforma en mi austera máquina de escribir (saldo de liquidación de la Fiat, donde trabajaban mis tías y cada tanto renovaban inventario vendiendo viejos trastos) y difundir la única copia entre mis compañeras. Daba por echo que los 10 votos del padrón masculino los tenía adentro.
No había encuestas, pero mi punteo (yo no sabía que se le llamaba punteo) me daba confianza. Arrancaba con esos diez votos y había cerrado rápidamente un par de grupos de seis chicas cada uno. Si ninguno faltaba, me daba 22. Era más de un tercio del padrón y había otras dos candidatas. Una de ellas juntaba, sola, 16 votos (no había secreto, dado que eran todas compañeras desde primero y se habían incorporado juntas a nuestro curso ese año, voto cantado por donde se lo mire).
La otra candidata la tenía en un piso de cuatro votos (el grupo con el que se movía) y podía juntar alguno más. Pero no le tenía temor. Con solo juntar unos cinco o seis votos más, tenía la elección ganada.
Algo debí sospechar cuando esta última contendiente llegó el día de la elección con una urna prolijamente armada con una caja de galletitas (de esas que tenían en las almacenes). No es que la urna estuviese cargada, pero el meterle tiempo a la logística mostraba una confianza sorprendente.
Cuando se votó por primera vez libremente en 1914, en la capital, estaba cantado antes de comenzar el escrutinio cual de los dos candidatos conservadores se impondría sobre el otro. La tradición de manipulación de la voluntad popular no se eliminaría de un día para otro. Cuando las urnas se abrieron se confirmó dicha “anticipación”. Pero también que por encima de estos candidatos se posicionaban el candidato radical, que al final ganó, y el candidato socialista.
No hace falta contar como terminó esa, mi primera elección. Perdí. Durante años traté de encontrar quienes me habían “traicionado”. Con el tiempo entendí que lo que era tan importante para mí (ganar esa, mi primera elección) no lo era tanto para los demás, quienes, una vez terminado el escrutinio hecho en la hora de Educación Cívica, se fueron al recreo.
Un sabio dirigente radical, del cual entonces no tenía idea su nombre, decía: “un voto de izquierda y un voto de derecha son dos votos, y los votos se cuentan de a uno”. Un gran amigo con el que batallé mil elecciones universitarias, se desesperaba por que nuestros conocidos fuesen a votar los primeros, apenas abría la mesa el lunes a la mañana, no guardarse nada para los últimos días. No sea cosa que algún voto se de vuelta o justo esa semana no cursara todos los días. Tener asegurado el voto desde el primer día. Y bien guardados dentro de la urna cerrada con lacre a las nueve de la noche.
Nadie tiene los votos asegurados. Los últimos diez años en Argentina son una clara demostración de ello.
No tengo la menor idea de que va a pasar en las próximas semanas. Solo se que los tercios que quedaron, en este caso, van a competir desde el enojo de quienes quieren romper todo para que nazca algo nuevo (peligroso y desconocido), la frustración de quienes creen que desde hace veinte años hacen todo bien o la esperanza de que las cosas que hay que hacer se hacen con experiencia y decisión.
Sepamos como conseguir convencer que este último es el camino.
Muy bueno Esteban!!
(Ganó la de la lata??)
Abrazo!