Me costó mucho definir el título de esta entrega. Por un lado pensé que podía ser “De tortillas, huevos y omelettes”, o también “La cocina de Alba”, dado que un poco hoy le toca visitar estas páginas a mi madre, quien desde el cielo (o vaya uno a saber desde donde) juzgará severamente las instrucciones de preparación. Luego recordé un cuento de Cortázar, aquel de “Instrucciones para subir una escalera” y me convencí que, definitivamente, eso de “Instrucciones para…” podía servir para el clickbait, que mucho se necesita en este metier.
Seguramente fueron los gallegos quienes, para responder a la colonización culinaria con la que los tanos, sus pizzas y sus cantinas picaron en punta, desde sus tabernas o bodegones introdujeron en nuestro país. No se como nuestros ibéricos antepasados se arreglaron para hacer tortillas antes de Don Cristóbal Colón, ya que en Europa su insumo principal, la papa, no se conseguía (casi como ahora en nuestros supermercados, donde conseguir un tubérculo de calidad resulta una misión imposible). Seguramente hacían sencillamente tortilla de huevos, o como nosotros lo conocemos, el omelette, oriundo de Francia (no voy a guglear, que no hay tiempo y tengo que entregar a mi editor, yo mismo, este texto).
Primer galimatías, en Francia “tortilla” es omelette. Omelette simple además, unos huevos batidos, tirados en una plancha caliente, a los que se le da forma de semicírculo, dejando medio húmedo el centro. Se le puede agregar cosas (champignones, queso, jamón, camarones, etc.), pero eso ya no sería omelette sino “omelette con…”, y no se si un purista de la cocina francesa lo aceptaría así como así.
En cambio, el omelette, para nosotros es “omelette con queso fresco”. Es decir, el omelette siempre es “con” en Argentina. En todo caso, para hacer omelettes hacen falta huevos. Unos cuantos según el tamaño del plato que tengamos que llenar. Una aclaración, el omelette siempre, siempre, es acompañamiento (al menos así lo era en la cocina de Alba, ya que podía acompañar unos bifecitos de peceto con ajo y perejil).
La tortilla es, para nosotros, la tortilla de papa. Para los españoles también. Pero la tortilla española lleva “cebolla y chorizo colorado, y se hace bien babé (palabra francesa que parece se le escapó a Franco). Pero no es así. No, no, no.
Veamos, en las casas de familia, la tortilla se hace como en España: huevo y papa. Algunos le agregarán cebolla cortada chiquita y previamente frita. Puede ser. No me convence. Y es, aunque no la llamemos así, tortilla española (que vamos, que durante la guerra, mientras se hacía lo que se podía para comer, ni para cebollas había, como bien escribió Miguel Hernández).
Pero si vas a un bodegón, en cambio, y pedís una tortilla, te van a traer una “española” con cebolla, chorizo colorado y huevos babé (en este caso, al menos, para evitar la salmonella, estarán a una temperatura decente).
En España esto sería una aberración dificil de aceptar. Allí la tortilla es papa cortada en cubos y huevo. O era… Por qué digo “era”. Bien, hagamos un poco de relato (que hay que llenar página): viajé a España por primera vez en 1994 (ya lo conté). En cualquier bodegón pedías una tortilla y te traían una porción con dichos ingredientes: papa y huevo. Detengámonos en la consistencia de la papa. Básicamente, era consistente. Mordías y ahí tenías la papa. Lo suficientemente cocida, pero firme. Querido viajero, haz la prueba ahora. Entra a cualquier bodegón o taberna española y pide un bocado, o un pincho. Puede estar fría si quieres (nunca me gustó la tortilla fría, pero qué más da). Mordé. Esperá encontrar alguna resistencia que haga más placentero el mordisco. Y… si, parece puré. Puré de papa. Eso no es tortilla ya. Es puré de tortilla. Además, la empezaron a servir babé, como si fuera el bodegón estilo español al que íbamos al salir de las regionales de la Franja, años atrás. Y el huevo… ¡frío! Y no solo eso, en algunos lugares, come en “El jamón de gran vía”, lugar cabalístico al que vamos al llegar o al despedirnos de Madrid, al ratito de abrir la cocina ya no queda…
No soy cocinero. Soy solo un consumidor exigente de comidas. Por ejemplo, no me traigas la comida tibia. En casa, cuando vivía mi papá, se tomaba sopa hasta en verano. Y sopa caliente, no esas mariconadas de sopas gourmet frías ni gazpachos. Francisco, que era un tano selectivo (es decir, solo cuando le convenía), se había criado a sopa diaria. Mi abuela paterna, de quien el único recuerdo agradable que guardo es que cocinaba muy bien algunas comidas, como las milanesas o las berenjenas, evidentemente alimentaba a sus hijos a sopas. Y ahí quedó la costumbre. Sopa y pan. Podía faltar cualquier otra cosa (bah, no), pero la sopa y el pan eran fundamentales en el menú que se servía diariamente en Victorica. Doña gracia cocinaba bien, pero no se le acerca a Rafaela, quien como libanesa, había fusionado la cocina árabe, con la italiana y la española y cuyos ravioles de espinaca y pollo, amasados a mano, eran lo más parecido al paraíso al que un mortal puede llegar.
Rafaela fue mi abuela materna. Todos los chicos quisimos (quieren) más a una abuela que a otra (este newsltetter no es políticamente correcto y toma partido claramente por Rafaela, luego de Paula y Carla, una de las tres mujeres más importantes de mi vida). Rafaela, ya lo dije, cocinaba bien. Sus hijas también, pero no la copiaban, cada se especializó en un área determinada de la cocina. Ana, por ejemplo, ella tan de la high society de La Lucila, hacía platos elaborados, su “carré de cerdo con ananá y manzanas asadas”, especialidad de navidades con 35 grados de temperatura, era devorado con devoción. Marta se especializó en empanadas, eran realmente buenas (si mis primos me leen van a decir que también hacía comidas árabes, pero se destacaba por las criollas). Titi, quien aun vive, si cocina árabe, pero ahora, que ya mi Rafaela no está. Por el lado paterno, de mis tres tías, una, la más joven se fue a vivir a Perú, pero creo que ni ceviche cocinaba porque su marido, desesperado, llegó a llevarse kilos de milanesas en las valijas (doy fe), la del medio, era buena repostera y la mayor, era buena compradora de La Juvenil, de Devoto.
En cambio, Alba era una todoterreno. Buena mano, para la cocina y también para la chancleta, como hermana mayor fue la primera en casarse. En el living de casa (aun en San Martín, en el PH de Mariano Acosta) llamaban la atención dos libros. El libro de Doña Petrona, por supuesto, y Cocina fácil para la mujer moderna, de editorial Atlántida, que se vendía mucho en kioskos de diarios. No se si era de consultarlos mucho. Creo que fue más autodidacta. Yo aprendí a cocinar imitándola. Pero en casa la cocina era cosa diaria (no tengo el recuerdo de pisar alguna vez una rotisería siendo chico, tampoco había por el barrio en el que vivíamos). Además, la cosa era variada. No se repetía un mismo plato el lunes y el martes. La joven Alba nunca se lo hubiese permitido. De ahí que el aun niño Esteban allá adquirido algunas mañas.
Pero esto iba a ser un instructivo, ¿no? Esa fue la promesa inicial. Si llegaste hasta acá te cuento como hacía la tortilla Alba (y aclaro como vi que la hacen en España y como la hago yo).
Alba cortaba las papas en bastones, largos, de unos ocho centímetros de largo por una altura de milímetro y medio. Con destreza que solo vi en sus manos, tomaba uno de esos bastones y pasaba a cortar piezas de unos seis u ocho milímetros. Así le quedaba un cuadrado irregular de siete x ocho milímetros, por una altura de un milímetro y medio. Todo esto lo hacía muy rápido, con una mano y en el aire (lo intenté muchas veces, pero me rendí por lo práctico, coloco los bastones en la tabla, uno al lado de otro, y los corto en paralelo).
Luego los ponía a freír en aceite el suficiente tiempo para que, sin llegar a ser papas fritas, consigan un dorado decente (hago lo mismo, pero en España vi que las tienen pre hechas, como hervidas, y las tiran así sobre la sartén para hacer un poco de show y enseguida le ponen los huevos batidos arriba, aunque creo que no son huevos de esos que salen de las gallinas, sino que, modernizados al fin, es ese huevo en polvo deshidratado que horrorosamente están usando ahora, volveré más abajo sobre esto).
Una vez que están semifritas, van a la fuente con los huevos (solo huevos, solo huevos, con sal) y se remojan un rato. Se deja que se humedezcan con el huevo a la vez que no pierden consistencia (Alba aprovechaba para reciclar el aceite, que en los setenta era bien escaso y venía en unas peligrosísimas botellas de vidrio, a las que se le hacía, con una cuchilla bien afilada, dos agujeros en la tapa, golpeando el mango de la cuchilla bien fuerte, sin miedo, que para eso eran madres de antes).
Una vez la sartén esté bien caliente de nuevo, ahí se iba ese néctar confirmado por papa y huevo. Se cocina, plato encima, se da vuelta y se vuelve a cocinar. No, no se revolea. Eso es para el omelette (que nunca me salió) o para los de la Fuerza Aérea… (digo los panqueques, chiste, chiste que solo entienden los de clase 1968 para abajo).
No, no la hacía babé (de nuevo, esa moda se impuso en los noventa).
Volviendo al tema de los huevos deshidratados, uno de mis tíos, el hermano menor de Alba, trabajaba en Cargill o San Sebastián, una de las dos multinacionales de granos y pollos de los años ochenta y, medio en broma y medio en serio, nos hablaba del “huevo en barra”. Según él, en los matambres industriales no se ponía el huevo duro tal y como lo conocemos, sino una especie de roll de huevo prefabricado. Nunca me quedó claro si me gastaba o lo decía en serio. Y tampoco ahora, de grande voy a ir a preguntarle, porque seguramente me seguirá la duda de si me está gastando o me lo dice en serio. Que antes los tíos, sin culpa, se burlaban de los sobrinos.