La Señorita Angelita
Fue una mañana de abril o mayo de 1975 que la Seño Angelita entró al aula de Primero A (lo que algunas mamás de entonces referían aun como Primero Inferior) con una gran noticia: un nuevo compañerito se incorporaba al grado.
La sorpresa fue mayúscula cuando entró el “nuevo”, no parecía de acá. No era ni rubio ni morocho, como la mayoría de los otros chicos y chicas de la French y Berutti del barrio de Retiro.
Típica escuela pública de esas que todavía resistían la modernidad que pretendía imponerse en los años setenta en Buenos Aires, un edificio centenario, con grandes salones, entre ellos un comedor inmenso en el que se servía el almuerzo y hacía las veces de espacio donde celebrar las fiestas patrias.
Ese edificio albergaba tres grupos de chicos: los hijos de quienes trabajaban en Cancillería, sita a la vuelta del lugar; los chicos que venían de lo que hoy se conoce como Barrio 31 e hijos de empresarios que directamente vivían en el Sheraton, el Kavanagh o alguno de los pisos que asomaban a la peatonal Florida.
Entre todos esos grupos, yo y alguno más que no entraba en esos segmentos estadísticos. Hijo de una ama de casa y un comerciante de la zona. Como mamá trabajaba con papá en la parada de diarios, todas las mañanas arrancaba la larga marcha desde San Martín hasta Retiro para llegar al cole. Siempre fui una persona retraída, a la que le costaba hacer amigos. Sin embargo, en jardín había logrado tener una relación con un galleguito que vivía en uno de esos edificios sobre Florida, hijo de los caseros de los dueños. Solía ir a la casa de David, que ese era su nombre, o más bien al sector reservado para los caseros, que era bastante grande. Dos aventuras nos permitíamos, recorrer, sin que los padres se enteren, el resto del departamento, una. La otra, a la tarde, la visita con la mamá a las tiendas Harrods que, imponentes, se levantaban sobre Florida (aún hoy, en toda su decadencia y décadas de cierre, el edificio sigue siendo más lindo que el de Londres).
También tenía otra amiga, una especie de celadora que estaba en séptimo grado y era la “jefa” de la mesa de almuerzo que me tocaba. Todos admirábamos a María Victoria, una piba muy inteligente que ganó el especial Odol Pregunta para chicos.
Esas eran casi mis únicas relaciones que recuerdo, hasta que llegó el chico nuevo.
La sorpresa que traía es que tenía los ojos rasgados. Claro, no era argentino, era chino. No recuerdo el nombre. Bauticémoslo como Chan a solo efectos de seguir con el relato.
La dulce Señorita Angelita nos contó que Chan había llegado hacía pocos días al país desde un lugar muy lejano acompañando a sus papás, que venían a trabajar en un lugar privilegiado: el primer restaurante chino de la Argentina, que quedaba a pocas cuadras de la escuela. No era un restaurante cualquiera, era el que servía la comida de la embajada de China en Buenos Aires. Es decir, los papás de Chan no eran emigrados por razones políticas o económicas, eran casi funcionarios del régimen, pero esto no nos importa.
La cuestión es que Chan no hablaba una palabra de español. Y la señorita Angelita no hablaba una palabra de chino. Tampoco el resto del curso.
Yo me sentaba en la primera fila de bancos del aula y, dadas las circunstancias, la Señorita sentó a mi lado a Chan. Y con mucha paciencia, esa que solo tenían las señoritas de entonces, comenzó a enseñarnos a leer a todos. Y a escribir. Y a sumar y restar. Con los métodos clásicos. Usando el ma-me-mi-mo-mu o el pa-pe-pi-po-pu (que yo usaría unas décadas después para enseñarles a Carla y a Felipe). Y la Señorita Angelita también le enseñó, con mucha paciencia, a leer, a escribir, a sumar y a restar a Chan (bueno, calculo que a sumar y a restar Chan ya sabía por eso de que los chinos la llevan bien con los números). Y de repente, un día Chan pudo hablar en un rudimentario español.
Así transcurrió el año 1975. Y llegó 1976. Y con el 1976 por fin mi mamá se embarazó (bah, fue mi papá, ¿no?). No, la historia no sigue por el lugar que todos imaginan, no hay héroes que puedan calzarse cucardas en mi familia (apenas un tío que fue despedido del Hospital Ferroviario, nunca supimos si por peronista o por no denunciar a sus subordinados o porque alguno en busca de su cargo de subgerente lo denunció a él, años después cobraría, ley mediante, una jugosa indemnización que, que por tradición familiar, terminó reventando en la quiniela).
El embarazo de mi mamá iba bien, por fin (ya antes había perdido dos, aunque yo esto lo supe años después al interpretar medias palabras) y ya no trabajaría en la parada con papá. Había que buscar otra escuela, esta vez, por fin, por donde vivíamos (esa felicidad de no tener que viajar una hora de ida y otra de vuelta duró apenas un par de años, ya lo conté).
De a poco, durante el 76 nos fuimos despidiendo de nuestros amigos. De David, a quien le perdí el rastro para siempre, de María Victoria, el nombre que le pondríamos a mi hermana, y de Chan. Y de la señorita Angelita.
Chan, o sus papás más bien, nos invitaron a comer al restaurante. A mí, a mamá y también a la Señorita Angelita para despedirla, porque se jubilaba. Allí fuimos a recibir un banquete de platitos de todo tipo. A recorrer las cocinas (siempre me gustó recorrer cocinas). A conocer el salón donde comía el Embajador.
A todos ellos les perdí el rastro. Tal vez David haya vuelto a España, de donde eran sus papás. Tal vez Chan administre hoy algún salón de primera en el Barrio Chino de Belgrano (una recreación inventada en los años noventa). Nunca supe más nada de la chica que nos hacía de celadora, que hoy ya debe tener nietos.
El colegio, al año siguiente, fue derrumbado. La topadora de Cacciatore lo convirtió en uno de esos edificios característicos de la época. No soy crítico de esos colegios, al contrario, en algún caso están muy bien y este, en particular, es de los que mejor quedó, incluso, agenda 2030 mediante, es el primero en recolectar energía desde paneles solares instalados en el techo (los tiempos cambiaron mucho, recuerdo hacer gimnasia en el patio de la French y Berutti y ver como los edificios vomitaban humo por la quema de basura que se hacía en los sótanos).
Durante muchos años recibía a fines de diciembre una tarjeta de la Señorita Angelita para saludar por las fiestas. Mamá las respondía y yo agregaba alguna frase. Las tarjetas están, como todos los recuerdos, en una caja. A mediados de los años ochenta, tal vez, dejamos de recibirlas. Mi mamá no se animó a llamar al hijo de la Señorita Angelita. Mejor.
El martes 23 fue difícil llegar a Plaza de Mayo. ¿En subte? Imposible. Lo más lógico era el 152 e ir por el bajo. Pero en Retiro ya se puso jodido. Bajamos antes de la Plaza San Martín, pasamos por la esquina de la French y Berutti, por el costado del Kavanagh y a unos metros de Harrods. Llegamos hasta donde pudimos, al costado de la Catedral.
No caminamos sólo por el justo reclamo de las universidades. Yo caminé por defender el último bastión de la Argentina que me gusta. La que recibió a Chan sin preguntar si tenía plata para pagar un colegio. La que recibió a David, que se emocionaba igual que yo cuando veíamos a Guy Williams bajar de un avión en Ezeiza (paradójicamente para quedarse a vivir acá). La de las justas del saber en televisión, que nos hacían quedar hasta tarde los viernes para ver quien sabía más del Imperio Romano o de Filosofía Clásica, o los domingos al pin-pon de preguntas y respuestas que hacía Soldán para ver quien se iba a Bariloche gratis (si, gratis, porque también hay cosas gratis, aunque sea en sueños).
Buenos Aires y Nueva York se parecen en muchas cosas y se destacan en una: fueron el puerto de entrada a los sueños en tierras de oportunidades. Pero se diferencian en otras. En Nueva York se instalaron en guetos: en un barrio los chinos, en otro los italianos mientras los irlandeses se hacían policías. En Buenos Aires no hubo nada de eso. A Villa Crespo fueron judíos y árabes, a la Boca, tanos y gallegos, a Urquiza, turcos y armenios.
Yo marché por eso. Por el mejor país que fuimos. Ese en el que hoy conviven rusos y ucranianos en escuelas públicas o privadas de Palermo, sin noticias de una guerra lejana.
Fuimos Paula y yo, Carla y Felipe. Como yo había ido con Alba y Francisco y con María Victoria y los tíos Andrés y Tito durante la Semana Santa de 1987. El mismo reclamo transversal. Entonces, porque no nos quitaran la democracia que queríamos construir. Ahora, porque no nos quitaran lo mejor que aún tenemos, con sus falencias y errores, nuestra educación pública.
Hace más de veinte años Enrique Vázquez escribió: “Fue Sarmiento”, para explicar con dos palabras porque durante la crisis del 2001 el país no se había disuelto. Bendito sea Sarmiento, de nuevo, que todavía nos mantiene juntos en cada una de las ciudades protegiendo lo que hicimos bien.