La noticia pasó desapercibida en las redes, aunque no tanto en los medios, dado que todos le dieron cierta cobertura. Seguramente hay alguna explicación. A los 93 años dejó de existir la Sra. Mary Quant. Poco conocida para las nuevas generaciones que hacen de un corte de pelo un motivo de rebeldía, Mary Quant aparece en todas las fotos que la muestran con corte carré y fue la gran impulsora de la minifalda.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver la muerte de esta diseñadora y perfumista londinense con mi tía Ana? Poco y mucho a la vez.
Mi tía Ana era una rebelde que hoy estaría cerca de los ochenta y tantos años, mujer de no decir la edad en una época donde las mujeres no decían la edad. Hago el cálculo mental en función de la edad que tendría mi mamá, a quien también se le olvidaba un poco.
Ana era la mujer sofisticada de la familia. Y se parecía, o se cortaba el pelo para parecerse, no lo sé, a Mary Quant. También se parecía a Sabrina Duncan, de los Ángeles de Charlie. Era linda Ana. Muy.
Ana era impulsiva, aun se mantienen en los registros de la federación de Hockey sus noventa y nueve años de suspensión por partirle un palo de dicha disciplina a una contrincante mientras defendía los colores del “Correo” (también conocido como Comunicaciones). Creo haber jugado en el patio de mi abuela con dicho palo de hockey partido y astillado, por las razones antes contadas.
Profesora de inglés, en sus últimos años se había puesto a aprender árabe como legado familiar de unos padres analfabetos pero que podían pelearse intercambiando insultos en dicho idioma, español y algo de francés, sin quitarse el amor que se tenían y mi clara predicción por mi abuela, siempre. Como fue que una chica de barrio, en tiempos en los que no se terminaba la secundaria llegó a aprender idiomas es algo que no se a quien consultar, dado que todas las relaciones de entonces ya no están.
Ana era una mujer especial. Y como tal se casó con un basquetbolista que paseó su profesionalismo por River y Comunicaciones, Andrés, quien además era empleado del área de prensa de la UBA. Ana tenía aspiraciones sociales. Y tenía un don para la moda. Cuando en Buenos Aires todavía se respiraban aires europeos, abrió su boutique de alta costura en La Lucila, a metros de la estación en un barrio de clase media que se diluía entre mansiones de ricachones. Esos ricachones eran los clientes de Ana, quien, sin ningún tipo de vergüenza bautizó su boutique Ana de Quant’s. Eran los inicios de los años setenta y en la vidriera escaparates podían mezclarse los primeros diseños de Elsa Serrano con otros de modistas más conocidas. Ella, hija de inmigrantes como Elsa, navegaba como pez con señoras de la alta sociedad martinense.
En tanto, yo transitaba mi infancia entre San Martín, Retiro (donde iba a la escuela) y Villa Ortuzar (en la casa de mi abuela).
En un texto inédito (que espera ser publicado pronto en Aurelia Rivera) escribí hace unos meses:
“Mi infancia fue como la de casi todos en esos años. Cero política. Familias grandes con muchos primos y amigos del barrio. Era patadura y, por ende, una especie de desclasado de la barra. No me elegían. Miraba los partidos en la Agronomía desde el costado de las improvisadas canchas. No era muy hablador tampoco. No resultaba divertido ni atractivo tampoco para las chicas cuando estas empezaron a fijarse en los chicos (no van a encontrar romance en las próximas páginas).
Tampoco hay mucho heroísmo. No éramos héroes. Perdón. Si. Un día mi mamá juntó unas viejas balas de colección que había en la pieza de mi tío (mi abuelo tenía una casa de remates y aun hoy quedan algunos cachivaches en Campillo) y la enterró en el fondo del lote de Derqui, donde teníamos junto a la familia de mi padrino una casa de fin de semana. Pero fue por miedo, no por heroísmo. Recuerdo otra escena de esos años, mi papá miraba de reojo las esquelas que quedaban tiradas en los andenes de Retiro llamando a la resistencia popular. Esa era su manera de resistir desde cierto ingenuo peronismo sentimental. Sobrevivimos. Sin bajas en la familia. Las bajas fueron por otras causas, naturales, y van a condicionar mí vida. Pero ya vamos a llegar a esa parte.
Ya lo dije, me gustaba leer y eso no ayudaba. Los pocos amigos que tenía no vivían en mi barrio, San Martín, sino en el barrio de mi abuela, Ortúzar. Casi todos mis fines de semana y el verano me mandaban a la casa de Campillo. Una vieja historia familiar, perdida en el tiempo e imposible hoy de corroborar, dice que un día volví a la casa de Mariano Acosta 175 (entre Lincoln y Juárez) llorando. Como mi viejo se iba muy temprano a la parada y volvía tarde, muy tarde, los chicos del barrio decían que no tenía papá. No se hablaba de bullying entonces, pero se le parecía mucho. Desde ese día no volví a juntarme con ellos”.
En esa infancia agridulce, como la de muchos, Ana era quien proveía la droga dura: el material de lectura que me alejaba de las canchas de la Agronomía y tanto preocupaba a mi viejo: “¿por qué no patea la pelota este chico?”, se preguntaba.
Ana murió joven, cercana a los cuarenta años, en una época donde las mujeres no decían su edad. En tiempos en los que piadosamente, tampoco se le contaba a los enfermos que estaban enfermos. Banco eso, mucho. Quiero creer desde entonces que Ana nunca supo que se moría.
Fue en el año 1979, en marzo. Ese día, con once años recién cumplidos, lloré. Lloré como solo lloraría años después a Roberto, el marido de mi prima. Nunca volví a llorar así, ni con mis padres. Pero ese día también cambió mi vida para siempre. Nos fuimos de San Martín para quedarnos definitivamente en Ortuzar y luego en Parque Chas.
Viví el momento mas desgarrador de mi vida, ver llorar a mi abuela en la tumba de su hija, unos días después del entierro. ¿A quién se le ocurre llevar a un nene de once años a semejante espectáculo? A mi vieja, obvio… (puede que yo haya insistido un poco también, la visita familiar al cementerio era habitual esos años).
En los últimos años visité dos ciudades españolas que me generaron nostalgia por ese tiempo. No entendía muy bien por qué, pero Salamanca me llevó a mis visitas a la casa de Margarita, una tana amiga de mi mamá, sobreviviente de la segunda guerra mundial (su madre y su hermano fueron fusilados en la plaza del pueblo cuando los nazis encontraron en su casa una escopeta de caza, algo absolutamente común en el campo, pero que los hacía sospechosos, no, no eran partisanos, trataban de conseguir comida, nada más). A mí me atraían esas visitas solo porque para convencerme, Alba me prometía los helados de Saverio.
Un par de años después, pos pandemia, llegué a Córdoba, en Andalucía, y automáticamente me trasladé al San Martín de mi infancia. La zona alrededor de la plaza, antes de que Belgrano se hiciera peatonal. Los típicos comercios de barrios, las promociones de “fotógrafos para bodas”, mezclados con la modista del barrio. Todo en nuevos viejos carteles (nuevos porque eran recientes, cuidados y prolijamente pintados, viejos porque quedaban disruptivos en un mundo de ploteo generalizado).
El Buenos Aires de hoy es muy diferente al de entonces (aquí hago una aclaración, no se si necesaria a esta altura, para mi esa Buenos Aires es una mezcla de la opulenta y de mi San Martín de entonces). Me pregunto cuando dejó Buenos Aires de ser como en nuestra infancia. En que momento dejamos de proyectarnos como una ciudad con reminiscencias y desarrollo social de clase media europea en lo que somos hoy (no hablo de estadísticas de desarrollo, de lo que muy poco sé y me aburre). Hablo de cierta sensación difícil de explicar de lo que fuimos y pudimos ser. Vamos, no podemos sentirnos cómodos en esta ciudad que somos hoy. Esto no es un reclamo nostalgioso que extraña la leche sin pasteurizar del carro lechero llevado por caballos o la soda en sifón de vidrio llevada por el mismo tipo de transporte (me acuerdo la recomendación de un vecino: “Nunca tomen la soda del pico, porque cuando caga el caballo adivinen con que le limpian el culo”). Pero encontré algo de esa ciudad que pudimos ser en estas dos ciudades españolas (y no, no en la zona antigua, que se mantiene turísticamente impecable). Eso que decimos “tiene un aire”. No las esquivó la modernización, los AVE supersónicos llegan todos los días, varias veces por día, en hora (no es nostalgia por nuestros trenes tampoco, que ya por entonces estaban hechos percha). Es lo que siento pudimos ser. Y no fuimos. Es extrañar la grandeza de las pequeñas y también de las grandes cosas (quien haya visitado Harrod’s en Londres y también haya recorrido nuestro Harrod’s en los años setenta puede darse cuenta que el nuestro era más lindo).
Busco desde hace años entender cuando dejamos atrás esa Buenos Aires (más ese San Martín de mi infancia). No el Buenos Aires de publicitado que cada tanto aparece en algún video. El Buenos Aires lejos, y no tan lejos del Obelisco. El que a veces aparece en créditos iniciales de alguna película de los setenta, esos créditos tan parecidos al Madrid de Solos en la Madrugada (alguna vez vamos a escribir sobre por que el monólogo inicial de esa película es infinitamente mejor al del final, pero eso es para otro posteo).
Esta semana lo entendí al fin. El día que murió Ana empezó a quedar atrás ese Buenos Aires. Ya no habría regalos caros y pensados para cada primo en Navidad. Ya no habría cosecha de aceitunas para todo el año en Campillo. Ya no habría puzles de regalo para armar. Ya no habría compras compulsivas de libros para que un niño de ocho años resistiera los celos de la llegada de una intrusa/hermana a la familia. Ya no habría torta Selva Negra de la Europea ni picada con leberwurst los viernes por la noche. Esa fue la segunda muerte de mi tía Ana.
Excelente Esteban.