Cuando los cumpleaños promediaban en la casa de mi mejor amigo de la infancia, en Campillo, invariablemente se producía un dejo de rebeldía. Todos sabíamos que en algún momento de la noche, en el Winco, un viejo disco de pasta giraría con una canción con malas palabras. Esa que arrancaba culpando a un hijo de puta que se la agarraba con los tomates y los metía en una lata para después cerrar con “que la tortilla se vuelva y los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda”. Muchos de nosotros éramos ingenuos niños de 10 o 12 años no sabíamos muy bien de que iba la cosa. Con el tiempo supe que se trataba de una canción anarquista que, vaya giro, se cantaba en la casa donde media familia simpatizaba con el comunismo.
Entendí más cuando, ya entrados los ochenta, escuché en el baño de mi colegio tararearla por el único socialista de un momento histórico atravesado por peronistas y radicales. Con el amigo socialista (de los de Estévez Boero, el socialista estanciero) vino un poco de explicación: “en fin, que en parte la guerra la perdimos porque antes que cagar a tiros a los fachos, los comunistas y los anarquistas preferían cagarse a tiros entre ellos”. Otra que Gabriel Jackson o Hugh Thomas. Ni el mismísimo Antony Beevor se atrevería a semejante síntesis explicativa (aunque estuvo cerca, eh).
En esos mismos pasillos, entrando al aula, tenía la otra versión de la historia. Esa que contaba la resistencia del Alcázar de Toledo. Tan bien recitada y actuada por la primerísima actriz del colegio, nuestra profesora de Literatura Elvira Suller quien, a pesar de su clara simpatía por el generalísimo, podía ponernos la piel de gallina contando ese cuento (en parte verdad, en parte mito) a la vez que nos representaba los amores esquivos de Calixto y Melibea y la tortura gratuita al pobre lazarillo.
Por esos años, además, volvió el primo Alberto después de vivir entre Madrid, Barcelona y Kenia. Junto con él una mochila llena de vinilos, que ocupaban toda la pared de su casa. Destacaba una foto firmada por el mismísimo Serrat, aquel músico al que su grupo de cumbia le hacía de soporte en una playa del Mediterráneo y por el que las treintañeras de la época se bajaban la enagua. Entre ellas, Alba, que atesoraba su A Antonio Machado, poeta.
Eran años felices. En televisión José Sacristán homenajeaba a la radio durante los años oscuros. Ese dispositivo formidable, que a dos orillas del Atlántico, se permitía esquivar la censura, sobre todo a la noche. O se rebelaba con Alterio a un régimen que de a poco se iba cayendo, desde la pantalla de ATC.
En Sol hay un local de KFC. Pero eso es hoy. En 1994 en ese mismo sitio había una taberna clásica. Sin muchas pretensiones. La primera vez que comí en Madrid fue en el primer piso de esa taberna. Era verano, pero estoy seguro que tomé sopa y comí tortilla. Mirando el cartel de Tío Pepe y leyendo un ejemplar olvidado de La Nación, que algún compatriota había leído antes y dejó allí. Ese es mi primer recuerdo de Madrid. Tengo presenté que llegué un sábado, desde París, en un tren nocturno que ya no existe. No tengo claro que hice ese día, en cambio si el domingo: Rastro, Palacio Real, Parque del Retiro, hacía un calor insoportable que me obligó a refugiarme en el Thyssen y pude dar fugaz paso por el Reina Sofía para ver al menos el Gernika (fugaz porque cerraba a las 14 y llegué 13:45, rogué que me dejaran entrar e igual presenté una queja por el horario restrictivo de domingo, misma que gentilmente Doña Sofía me respondió mediada desde su Fundación que “eran los horarios del Museo”). Fue un fin de semana rápido, de ahí a visitar a una familia amiga en Santiago. Esa es mi segunda imagen, de madrugada en la estación me esperaban mis otrora vecinos de Parque Chas que habían vuelto al terruño. Esa madrugada no imaginé entonces que, en una de las cosas más intrépidas que hice en mi vida, unas décadas después caminaría sobre los techos de la Catedral con mi familia. Yo, que no me asomo a las terrazas, caminé, literalmente por un patio inclinado durante más de una hora, a 90 metros sobre el nivel del piso.
Estoy en la planta baja del Museo del Jamón, ese lugar que para los madrileños no es más que una copia castiza de McDonald, pero que para un turista de paso es lo más parecido a Disneylandia. Vamos a decir que su cochinillo, para quienes no conocen los lugares secretos de Segovia, y tampoco pueden pagarlo, es bastante digno. Estoy esperando que Paula y Carla vuelvan del baño (los baños son, en Europa, en general dignos, pero escasos, vamos, que un aforo para 300 personas y dos cubículos por género, en que estaría pensando Don Tierno Galván cuando los habilitó allá lejos y hace tiempo). El maestro cortador detiene su trabajo: “Hombre, vas a querer algo?”, “No amigo, ya almorcé en el piso de arriba”. En fin, que son días de invierno y el resfrío puede jugar una mala pasada, nada que no se pueda arreglar con un sonoro moqueo y el mismo rollo de cocina industrial que se usa para limpiar las cuchillas, que es sabido que no deja pasar los gérmenes, ni siquiera esos que se hurgan con el índice hasta el fondo de la napia, que total después seguiremos con el corte de la pata exhibida (esto que cuento es absolutamente real y en el momento solo me provocó carcajadas). No me importa, volveré una y otra vez que tenga la posibilidad a por la ensaladilla, el cochinillo y el plato de embutidos ibéricos, que si el Covid me esquivó, de los resfríos estoy vacunado desde bebé.
En el Parque del Retiro hay un señor con un raro instrumento formado con que en un intrincado juego de copas que toca melodías los domingos por la tarde. Copas con diferentes medidas de agua. Al llegar a Madrid hay que ir a verlo. Es en ese instante cuando se llega.
Madrid es más linda que Barcelona. Córdoba también es más linda que Barcelona, y también Santiago y Sevilla y Valencia y Málaga. Y Salamanca, claro. Y Zaragoza. Bueno, Zaragoza no. Soy un argentino raro, no le encuentro encanto a esa subsede argenta que tenemos en España.
Parecernos a Irlanda o Australia. El gran dilema de todos los economistas liberales desde las épocas de Alsogaray hasta hoy. Irreal, ingenuo y gratuito. Quiero parecernos a España. Solo España puede transformar los tristes pueblos blancos de Serrat en esos lugares maravillosos de hoy. Cantaba Serrat “Escapad gente tierna, que esta tierra está enferma, y no esperes mañana lo que no te dio ayer, que no hay nada que hacer”. Bueno, parece que quienes no escaparon hicieron negocio. Porque Mijas, o Cáceres o Ronda son hermosos. No se si hay otra canción que haya quedado tan a destiempo.
“Esos eran todos barrios gitanos”, me dice el taxista, “como las villas de ustedes”, agrega. El taxista, un colombiano que hace décadas se quedó en Madrid y me lleva al aeropuerto. Ahora esos barrios son urbanizaciones al costado de la M40, con unos parques inmensos, de clase media. Se sabe, todos los taxistas son como los argentinos, economistas, y pueden explicarnos la teoría económica mejor que el mejor de los panelistas. “En setenta años -nótese que metió parte del franquismo- este país se transformó, acá los que ganan poco no ganan tan poco y los que ganan mucho no ganan tan mucho”. Claro, no se refiere a Amancio Ortega, que solo por el local que le alquila a Primark levanta tres millones de euros al mes, que hacienda igual se debe hacer un festín.
Pero algo de razón tiene el amigo colombiano. Contaba Tamames que le contó Adolfo Suárez (y a mi me lo contó mi amigo Luis), que en una reunión de jóvenes promesas del régimen, a él se le ocurrió mencionar la palabra democracia delante del generalísimo, quien lo miró y lo invitó a quedarse al terminar. El joven Suárez ya temblaba y pensaba que le tocaba “el paseo”, eufemismo usado por los fachos para llevar a fusilar a los enemigos (o a algún vecino denunciado por otro porque sí o para quedarse con sus tierras). Le preguntó el porqué de semejante afirmación, a lo que el futuro presidente español respondió temeroso: “Bueno, Dios quiera que sea dentro de mucho, pero usted un día no va a estar y España está en Europa y eso funcionará para que no haya otra guerra”. El generalísimo lo miró, condescendiente, y le respondió, casi anticipándose sin saber a la guerra de los Balcanes y el desguace de Yugoslavia: “Si, estamos en Europa, pero no va a ser por eso. Va a ser porque hoy España tiene clase media”.
Quiero parecerme a España, no a Australia ni a Irlanda. Desde el vamos, la comida es más rica (no, no estuve ni en Irlanda ni en Australia, pero estoy seguro que rico allí no se come, tuve un jefe inglés que, apasionadamente le ponía vinagre a las papas fritas, y les aseguro que era algo horrible solo de oler).
“Este lugar es increíble”, me dice Paula. Estamos en El Escorial. Me negaba un poco a ir, había estado cuando me contrataron de Planeta en 2003. En Buenos Aires me esperaba Paula y Carla en su panza. Pensaba solo en eso y, El Escorial no me había parecido tan espectacular como lo vendían. Pero tenía razón, como siempre, Paula. Tenía que volver para entenderlo. En El Escorial hay un colegio, común, concertado que le dicen (tipo nuestros parroquiales). En el recreo los chicos salen a jugar, no a algún patio interno, sino a un patio gigante externos, casi el tamaño de dos canchas de fútbol. El piso es de piedra. Allí arman las improvisadas canchas que reemplazan a nuestros potreros. Ni la canchita de la Escuelita, en San Martín, era tan dura. Pero sin embargo, a los chicos no les importa, corren tras la pelota (de cuero, no la improvisada por medias y hojas de carpeta que usábamos nosotros en los recreos mientras la señorita Lucy nos mira preocupada).
Tengo igual algunos problemas con España. A saber.
Tuve frío una vez en Madrid. Frío en serio. Tanto como una noche en Nueva York. En una de las esquinas de Plaza de España me había citado un jefe que tenía, para una reunión fuera de agenda. Mi jefe, un chileno mal llevado que había vivido desde chico en Madrid, era un poco más amable en su ciudad y me invitó a desayunar con su mentor, luego de una reunión de Pearson en Jerez. Era marzo, pero el frío calaba. Más si, porteño canchero, solo ibas con una campera. Y mi jefe se demoraba en llegar. Ni un rayo de sol en una ciudad que se ilumina distinto a todas con el Sol.
Tengo un problema con las novelas de Almudena Grandes. Son circularmente perfectas, eróticas y no hacen abuso del feminismo, al contrario, los hombres suelen tener un rol importante. Pero comete siempre el mismo error. Sus personajes comunistas tienen que pecar de “buenismo”, y los termina haciendo personas crueles, sin quererlo, porque en definitiva muchos de ellos lo fueron, casi como los fachos (algo de eso tendría que contar Miguel Hernández, si hubiese sobrevivido y partido al exilio que le habría negado otro poeta con más contactos).
También tengo un problema con Ruiz Zafón: La sombra del viento es probablemente uno de los libros más bellos que leí. Y, sin embargo, no pude terminar los siguientes de la trilogía. Como si el tipo lo hubiese dado todo ahí y se quedó sin nafta.
Tengo un problema con las series españolas (ojo, también me pasa con algunas británicas). Los tipos le ponen todo hasta la mitad del último capítulo. Y ahí la cagan. Se quedan sin presupuesto para el guionista, que entrega este incompleto y los productores “eh, a improvisar muchachos…”. Vean el final de Alba, o de Los pacientes del Dr. García, o de las temporadas de Elite (bueno, en esta al menos al insoportable de Samuel se lo terminan cargando).
Debe ser muy bonita Roma. Pero Madrid tiene la mejor composición urbana nocturna que puedas ver. Si de noche caminás por Gran Vía iluminada hacia la zona del Retiro y te detenés un instante frente a Cibeles, en la misma postal vas a dibujar a la fuente, el Palacio de Correos y un poquito más adelante la Puerta de Alcalá.