Mi papá tenía tres abonos a la platea San Martín de River. Uno para él, otro para alguno de mis tíos o mi mamá y otra para mí. Aunque yo podía entrar gratis porque era menor y además “socio promotor” (eufemismo que Aragón Cabrera le había puesto a un tipo de socio que pagaba fortuna durante unos años y después no abonaba nada hasta los 18) se había creado por aquellos años y era una especie de vip que entraba a todos lados.
Era la época de Labruna técnico, Alonso, Merlo, J. J. López, Fillol y Passarella. La de los títulos después de la sequía.
Era la época donde los técnicos eran palabra santa y ponían orden en el vestuario (entre otras cosas se los contrataba para ello, de hecho River después de Labruna ficharía Di Stéfano para reordenar un plantel con muchas figuritas).
Uno podía ir a la cancha y sabía que el equipo podía ganar, perder o empatar.
Pero también sabía que, en caso de producirse un penal, había un pateador claro: Daniel Alberto Passarella. Capitán del equipo, ningún jugador osaría discutirlo, ni el ídolo indiscutido del plateísmo de entonces: Alonso.
El domingo pasado vimos azorados como, teniendo en cancha al mejor pateador de penales de la Argentina, un inseguro Borja toma el balón y patea mandándolo a la estratósfera, a compartir espacio con algún satélite de Elon, para “que tome confianza”.
Algo parecido pasó en el partido de Boca contra Alianza Lima. El técnico tuvo que decirle a un ignoto jugador: “Corré, dale corré, si no corrés te saco”.
Hace una semana, caminando por la avenida Santa Fe veo, azorado, como un pitbull sin bozal, forcejea con su dueño que tiene que usar sus dos brazos para controlarlo.
Como soy cagón, me quedé a unos prudenciales 100 metros para seguir mi camino. En eso veo dos simpáticas policías de la ciudad que mete charla se están contando sus últimas cuitas. Me acerco, prudente y las saludo comentando, tras un instante, si se habían fijado que el perro que había pasado a solo dos metros de ellas no tenía bozal, cuando claramente la normativa respecto de mascotas peligrosas indica dicha obligación.
Ambas policías, muy amables, debo decir, me responden que “sí”, pero que nada podían hacer dado que “era solo una contravención”. Y que “hacía tan solo unos días, la protectora de animales debió retirarse porque el perro se había puesto muy nervioso”.
Estamos hablando de una mascota catalogada como peligrosa, del tipo de las que cada tanto recibimos noticias trágicas, por lo general en el interior del país. Puede parecer un problema menor, al lado de las fugas cotidianas de presos de las comisarias porteñas. No lo es.
Ambas anécdotas, tal vez sin correlación y producto de mi subjetividad, son una muestra clara de la falta del concepto de autoridad propia de la época.
Hace una semana escribía sobre un “País sin adultos”, parte de este mismo problema.
Pueden ser cuestiones menores como las que describo, o aun más sospechosamente inocuas (en estos mismos días observé que en afamada cadena farmacéutica quienes atienden ya no están obligados a mostrar su nombre ni su matrícula en el delantal, con lo que no sabemos si estamos frente a un profesional, un estudiante o un empleado sin estudios específicos).
O pueden ser de dimensiones que aun no podemos comprender sus alcances, desde que la autoridad presidencial tuitea como tal o como partículas según horarios aleatorios.
Esta semana, en su orgía cotidiana de “desregulaciones” el gobierno desreguló cuestiones referentes a la VTV vehicular. Seguramente esto le acarreará simpatías transversales de muchos propietarios de vehículos. Un despropósito: es el mismo gobierno que anuncia con bombos y platillos que no invertirá un peso en rutas.
Es la moda desregulatoria, de la que el gobierno libertario es tan solo una consecuencia. Niños, y a veces adultos ignorantes, caprichosos sin apego a las normas (sobre todo a las que se sancionaron con fuerza de ley) se babean encima con el boletín oficial paralelo que publica en Twitter digno (y arrogante) representante de la casta.
A fuerza de ser nuevamente catalogado como un “viejo meado”, me asusta esta realidad. Jóvenes pre y posadolescentes marcan reglas desde grupos de chats mientras juegan Fortnite y, sin haber salido casi nunca de sus piezas, imponen normas ideológicas en un mundo que no empezó en el año 2000.
Amigos, se preguntarán que relación hay entre el River de los setenta y esta realidad. Entiendo, me cuesta explicarla. Pero la hay, les aseguro que la hay.
Muy bueno! y tan cierto....