01.03.1979
(La última foto de Ana, en las playas de Río de Janeiro, febrero de 1979)
En 11.22.63 Stephen King narra la historia de un hombre al que un hecho puntual le cambió para siempre la vida, convirtiéndolo en un lisiado que solo pudo trabajar como conserje en un colegio.
En mi caso ese hecho ocurrió en la madrugada del 1 de marzo de 1979, con el último suspiro en una rústica habitación compartida de mi tía Ana.
Sobre Ana ya hablé en este newsletter en uno de los primeros envíos: “Las dos muertes de mi tía Ana”. Les sugiero leerlo porque van a entender muchas cosas. Pero además es muy bueno.
Lo cierto es que ese fue el punto de partida de un derrotero que me llevó primero a dejar San Martín para irme a vivir a Villa Ortuzar, a la casa de Rafaela, mi abuela, a quien no podíamos dejar sola. Claro, fue una decisión unilateral de mi mamá. En esos tiempos la familia no era una organización democrática en el que los hijos tuviesen voz y voto. Se hacía lo que decía la matriarca, y punto. Francisco tampoco tenía voto.
En Campillo vivimos tres años, hasta que nos fuimos a Parque Chas, al centro neurálgico del barrio. Sin embargo, nunca dejé atrás San Martín, el barrio de mis primeros años.
Me gusta la ficción sobre viajes en el tiempo. En el libro de Stephen King, opresivo, el protagonista intenta evitar un magnicidio, el de Kennedy. Claro que al evitarlo se abre paso una tragedia mayor, la disolución de los Estados Unidos. El portal que lo habilita a viajar en el tiempo le permite rectificarlo, para, al menos, salvar al conserje de un triste destino. Claro que de nuevo mete la pata y el pobre conserje, que ya no está lisiado, muere en Vietnam, dado que es considerado apto para la guerra. Mejor no tocar el tiempo.
Esa es la premisa de una serie española, El Ministerio del Tiempo. Una organización burocrática que atraviesa transversalmente la historia española (desde los romanos hasta la actualidad) con un solo fin: preservar sin desviaciones la misma. Si la pintura de las cuevas de Altamira se descascara, allí irán un par de empleados del Ministerio para corregirlo. Si Felipe II consigue triunfar en el Canal de la Mancha derrotando a los británicos gracias a una filtración del Ministerio, serán honestos agentes quienes lo “convencerán” cuando este ya se haya convertido en un dictador que ejerce su poder en todos los tiempos posibles de la historia.
El Ministerio del Tiempo tiene un particular modo para atravesar los diferentes momentos en los que intervenir para preservar la historia. Una escalera en espiral que se introduce en la tierra y a través de las puertas que allí se abren los agentes, de diferentes momentos históricos, se dirigen a la misión. Obviamente, esas misiones estarán atravesadas por un denominador común: la falta de presupuesto.
La serie tiene además un personaje secundario de los más logrados que ví, el pintor Diego Velázquez, el de Las Meninas. Contratado para hacer retratos robots, es su particular torpeza, elegancia e ingenuidad la que sostiene gran parte del trabajo de los agentes.
Esta semana El Ministerio fue noticia dado que una novelista británica y la BBC la plagiaron sin pruritos, alegando “desconocimiento” de la original de TVE. No sé en qué terminará el pleito, dado que un conflicto similar con NBC culminó con un acuerdo extrajudicial.
Asimov también se metió con los viajes en el tiempo en su libro, parte de la saga de Las Fundaciones, El Fin de la Eternidad. Allí, a diferencia de El Ministerio, el trabajo de “los eternos” es absolutamente diferente: como intervenir para modificar la historia. Si está por suceder una eclosión nuclear, lo mejor será que el científico que descubre la fórmula para destruir el mundo se atrapado en el tránsito de la autopista y nunca llegue a dar la conferencia magistral.
Hay dos tipos de ficciones sobre viajes en el tiempo, las optimistas, como el caso de Volver al Futuro (en “Máximas, podrían ser tuits” revelamos quien es el verdadero protagonista de la película) o pesimistas, como el caso de “Peggy Sue, got married”, de Coppola, Kathleen Turner comprenderá que el lugar de la nostalgia queda guardado para siempre en una noche de tormenta.
Volver al Futuro y Peggy Sue son películas contemporáneas entre sí. Ambas incluso nos llevan a un pasado americano más amable, tal vez en el mismo universo. Cabe preguntarse si Coppola y Spielberg hablaron en algún momento del proceso de producción entre ellos. Es probable. A la vez, es gratificante que no haya puntos técnicos de contacto entre una y otra película. Lo que se resuelve con un mal (o buen) sueño (según se lo mire) en el caso del Peggy Sue, Spielberg, al vetar la peligrosa imagen del refrigerador, acierta con el uso del De Lorean.
Sin embargo, ambos finales tienen un punto de contacto, la publicación, al fin, de un libro. George McFly al fin se convierte en un escritor de ciencia ficción exitoso, Peggy Sue recibirá asombrada una dulce dedicatoria de quien solo estaba destinado a ser una aventura adolescente.
En mi caso particular, las películas son importantes. En algún lugar escribí que puedo recordar con precisión cada película que vi, en que cine y con quien o quienes. Es un superpoder.
Si el 1 de marzo de 1979 no hubiésemos ido a vivir a la casa de Campillo, probablemente mis cines hubiesen sido otros y mis compañías en las salas hubiese sido otras. Por lo tanto, mis películas, aunque las mismas, hubiesen sido otras.
Es paradójico que un hecho traumático como fue la desaparición física de Ana haya, a la larga, generado buenos recuerdos. Vivir en Campillo significaba acceder a la comida de Rafaela a diario, por ejemplo. Pero también a los mimos de mi abuela que ninguno de mis primos tuvo. Rafaela reservaba determinadas facturas en la panadería de Andonaegui para mi desayuno diario. ¿Era un consentido? Probablemente, como Peggy Sue. También implicaba comer los primeros higos que maduraban en el patio del fondo, esos que bien podían servir para un dulce de que nunca jamás volví a probar.
Ana no debía morir tan joven. Al menos no existía Google y nunca comprendió que se moría. Sin Ana quedaron muchos libros sin leer. Tal vez, de no haber perdido a Ana, hasta hubiese aprendido a hablar en inglés, pero eso lo dejo para otra historia.